viernes, 4 de febrero de 2011

La dama de Ríotuerto


 Al tercer día de remover las tierras, el inmenso jardín seguía siendo un laberinto indescifrable de  malas yerbas y plantas secas. El viejo jardinero que contrataron para que lo reacondicionara, no se atrevía a garantizar los resultados cuando finalizara su trabajo. Sin tomas de agua donde conectar los sistemas de riego, aquello era, desde su inicio, una empresa destinada al fracaso. Quizá una alternativa era crear pequeños canales que distribuyeran el agua desde la fuente de piedra, erosionada y ennegrecida por las inclemencias del tiempo y los años de abandono, situada en el lateral izquierdo, justo en frente de la ventana que daba al salón de estar de la casona.
De todas las estancias de la casa, este salón era el favorito de su propietaria, una señora cuya presencia era imponente desde lejos, pero que bastaba acortar las distancias para ver que no era más que un manojo de huesos con forma femenina y de cara mal maquillada. El pelo blanco siempre recogido en un ensortijado moño que amarilleaba con la luz de la tarde.  En aquel salón se pasaba las tardes de invierno sumergida  entre labores y manualidades, o leyendo algún clásico. La pintura granate oscuro, de textura brillante, parecía mantenerse sujeta a las paredes por voluntad propia. Tantos años de humedad acumulada en sus estructuras, producía un especial tipo de pompas que crecía desmesuradamente y finalmente terminaba por romper la película, formando un entramado relieve que semejaba una sabana en vertical.  Justo en frente de la única ventana de esta estancia estaba colocada una butaca tapizada, llena de mullidos cojines de seda rosa pardo, en la que se embutía diariamente la señora. El resto del mobiliario estaba compuesto por dos bancos de madera tallada y de color negro, con patas y brazos torneados. Al tacto, la madera reseca, invitaba a mantener las manos sobre el regazo de aquel que allí se sentara. Al centro de la pieza, una mesa de madera con tope de cristal a juego con los bancos.  La señora nunca tuvo claro si eran las polvorientas cortinas de color verde esmeralda o el constante titilar de las lámparas de forja las responsables de la escasez de luz en el interior del salón. 
Tomó la campanilla en una de sus manos y la hizo sonar. Minutos más tarde Gracia, su tata de toda la vida, abrió la puerta del salón y trató de enfocar el rostro de la señora.
-¡Prepara un té! – Ordenó sin levantar la vista del bordado en el que trabajaba.
Gracia asintió con la cabeza y salió. Dejó la puerta entre abierta pues hacía años que ésta no encajaba en su marco carcomido por las plagas. Las bisagras artrósicas se negaron a seguir soportando el peso de aquella enorme mole de roble. A su paso por el pasillo que comunicaba la sala de estar con la cocina notó que las marcas de los cuadros que allí antes lucían, iban desapareciendo conforme el tono de la pared se hacía uniforme.  Entró en la cocina y reavivó el fuego en el fogón de leña. Llenó una tetera de latón esmaltado azul marino y lo posó sobre el fuego.  Mientras el agua ganaba temperatura se acercó a las estanterías desvencijadas con baldas ligeramente inclinadas hacia la derecha, lo que obligaba a mantener los frascos de especias, infusiones y condimentos, concentrados hacia ese lado de la estantería. No encontraba el frasco donde guardaba el té negro. Entre las penumbras se dificultaba aun más su tarea.  Se hacía de noche y la bombilla de la cocina no funcionaba. El último electricista que vino a repararla no supo si la causa era un fallo del sistema o la edad del edificio. Lo cierto es que en la cocina y toda el ala central de la vivienda no había electricidad.  Arrancó un trozo de papel de unas de las bolsas de la última compra. Lo retorció hasta improvisar una mecha. Se acercó al fogón y lo encendió. Volvió nuevamente hasta la alacena y distinguió el bote debajo de la lata de galletas. Lo retiró y le limpió las telas de araña que le rodeaban como si fuera un vestido de novia. Sacudió en el aire la mecha de fuego y la tiró dentro del fregadero aun mojado. Abrió con cuidado el bote de té, acercó su pequeña nariz para comprobar que aun conservaba sus propiedades y tomó la única cuchara que quedaba en el ajuar de la cocina, sacó la cantidad justa de té y la dejó caer dentro de la tetera que ya empezaba a hervir.  La retiró del fuego y la puso sobre la mesa redonda que estaba en el centro de la cocina.
Diligente y atenta, como siempre había sido, calculó que el té tardaría en reposar el tiempo justo para ir a buscar la taza de la señora junto con la bandeja en los que le había servido, en su habitación, el desayuno esa mañana.  Subió las escaleras de madera tan veloz como el estado de la misma se lo permitía. Cada escalón que pisaba era un concierto de crujidos lo cual aumentaba el vértigo que le producía el ascender por aquella espiral. Al llegar al nivel superior se tomó un segundo para recuperar el aliento. Caminó hasta la habitación, abrió la puerta de un manotazo. Miró la cama desordenada sobre la que estaba el edredón alborotado y sobre la que yacían varias revistas entreabiertas que había traído la hermana de la señora en su última visita. “Moda parisina ¡Qué tontería! Total, siempre se viste con los mismos trapos“ pensó Gracia mientras seguía palpando el edredón tratando de adivinar dónde, entre toda aquella tiniebla, dónde estaba el servicio del desayuno.  Notó cómo un hilo fino de viento helado se colaba detrás en su oreja y miró atentamente a la ventana. Tal y como había pensado, el cierre se había vuelto a descomponer y allí estaba entreabierta, batida por un ligero temblor provocado por la fría brisa de enero. Se llevó las manos a la cara y luego extendió los brazos mirando al cielo como quien implora a la Divina Providencia. Resignada, bajó los brazos y la mirada y negando con la cabeza, arrancó unas cuantas páginas a una de las revistas y se acercó a la ventana. Dobló las páginas recién cortadas y las colocó en medio del borde y el quicio y presionó la hoja para cerrarla.  Terminada su sesión de improvisado bricolage, volvió a sus “artes adivinatorias” y finalmente cayó en cuenta que aquella mañana la señora no había tomado el desayuno en la cama, sino en el salón comedor. Bajó las escaleras, esta vez sintiendo el bamboleo de la misma a cada una de sus pisadas. Gracia pensó que si quería preservar el pellejo sería mejor que perdiera peso… eso sería más fácil que arreglar aquella maldita escalera”. Llegó al comedor y vislumbró la tan buscada bandeja con la taza sobre ella. La cogió por las asas y enfiló sus pasos nuevamente a la cocina. Antes de abandonar el salón sintió cómo su pierna izquierda se retorcía en lo que pudo haber sido un resbalón. Un pequeño charco de agua se había formado justo en el pasillo formado por la mesa comedor y la cajonera donde se guardaban los manteles y la vieja vajilla. Resoplando y angustiada, Gracia acomodó la taza que se había tumbado sobre la bandeja y la colocó sobre la mesa comedor nuevamente. Miró al techo y allí estaba nuevamente. La misma filtración que surgía cada invierno. Puntual y descarada. Desde donde estaba, vio la sutileza de su color ocre y aquella gota suspendida a la espera de que le llegara su momento de desprenderse del techo y dejarse caer libremente hasta el suelo.  Con los brazos en jarra sobre su cintura, la cabeza completamente hacia el techo y con los ojos achinados por la ira, juró que esta vez sería la última. De alguna manera la señora tiene que aprender que hay cosas que no se pueden aplazar. Iracunda como estaba, abrió el primer cajón de la hilera izquierda, sacó el mantel de Damasco raído por el exceso de antiguas fiestas y comilonas, lo abrió como quien ondea una bandera y celebra la victoria de su país contra el enemigo y lo dejó caer al suelo sobre el charco. Con los pies trapeó el suelo de un lado a otro mientras una especie de sonrisa retorcida se asomaba a sus labios. Recogió el mantel hecho jirones, lo envolvió en un ovillo y sin más lo volvió a meter al cajón de un empujón. “¡Y que me pregunte por su Damasquino!” –Pensó Gracia- Trató de cerrar el cajón nuevamente, uno de los rieles laterales cedió, quedando la pieza completamente torcida. “¡¡Lo que faltaba!!  Así se queda” Volvió a tomar la bandeja en sus manos y se fue a la cocina queriendo no pensar en nada más.
Volvió a posar la tetera en el fuego en lo que limpiaba la taza y una azucarera para servir el té. Abrió el grifo. Se quedó mirándolo. Lo cerró. Volvió a abrirlo y escuchó una especie de gárgara burlona que le anunciaba que no había nada qué ofrecer. Cerró de un golpe el mando del grifo. Con un trozo de servilleta limpió la azucarera y el resto de la vajilla. Retiró la tetera del fuego y colocó todo cuidadosamente para llevarlo a la señora. Al salir de la cocina le pareció escuchar a dos roedores que se disputaban las virutas de azúcar que dejó caer al suelo mientras ordenaba el servicio del té.
Empujó sigilosamente la puerta del salón donde estaba la señora y dejó todo sobre el mohoso tope de cristal de la mesita central.
-¡Cómo has tardado! – gritó la señora.
Gracia se mordió la lengua para no dar una mala contestación. Respiró profundamente y a mitad del suspiro le comunicó a la señora que no había agua corriente en la cocina.
- ¿Y a qué se debe este imprevisto? Si es que acaso lo sabes – Preguntó la señora.
Gracia se quedó al lado de la ventana, mirando cómo el jardinero escarbaba en la tierra que, poco a poco, se iba convirtiendo en un lodazal a causa de una fuente improvisada y de la que Gracia no tenía constancia que existiera anteriormente en el jardín. Daba la impresión de que su proyecto de riego empezaba a tomar cuerpo, aunque el resto del jardín seguía siendo un caótico desorden.
La tata se giró hacia la señora y le explicó, que no tenía la menor idea de cuál pudiera ser la causa y que le parecía extraño aquel problema. Si de algo se podía presumir en aquella casa era de tener buena fontanería.

9 días

Y todos los que vendrán



No sabes nada de nada. No tienes idea de lo que dices. Te aseguro que mis ideas son exactas. Creo que lo puedo asegurar. Nunca me he equivocado  ¡Déjalo ya!

Haz lo que te digo.  No me vas a convencer. Yo sé lo que hago. ¿A qué has venido? ¡Déjalo ya!

Han preguntado por ti. ¿A qué te dedicas? ¿Qué tan bien te va? ¡Pero si no tienes nada! Déjate convencer. Olvida lo que tienes. Tienes que regresar ¡Déjalo ya!

El tiempo no pasa. ¿sabes lo que te digo? Este es el mejor lugar. El tuyo no lo conozco, y me da igual. No me importa lo que pienses. ¡Déjalo ya!

Tu vida no vale un duro. No tienes nada que perder. Tus sueños no me importan. Lo que hagas, lo que luches. No tienes qué perder. Pero ¡Sonríe! ¡Déjalo ya!

Te dejas la piel en el terreno ¿Pero qué necesidad? Aquí tienes el paraíso Si alguien se queda solo es tu responsabilidad. ¡Déjalo ya!

No sé quién eres. Tampoco quiero saberlo. Sé lo que te conviene. Yo puedo encaminar tu vida. La mía está perdida. No la supe encarrilar. TÚ NO VALES NADA ¡Déjalo ya

Encierro. Libertad. Silencio. Gritar. Miedo. Seguridad. Muerte. Vida. 

¡Déjalo ya!

Dejadme en paz.