domingo, 14 de junio de 2015

enarbolARTE

 
El pasado sábado 30 de mayo, se puso a la luz la primera entrega de un nuevo proyecto de arte urbano. Musas Anónimas organizó en el parque de El Retiro de madrid #enarbolARTE.

¿Cómo lo hicieron? Coincidiendo con la Feria del Libro de Madrid, eligieron una zona que encajara con la filosofía de Musas. Colgaron de un mismo árbol treinta obras  que fueron seleccionadas previamente conforme los criterios establecidos para la participación.  Los asistentes pudieron elegir una de las entre las obras allí dispuestas y llevársela a casa. ¡Como un regalo de la naturaleza!


MusasAnónimas es un proyecto que busca por una parte acercar la cultura a los ciudadanos de una manera diferente, y por otra dar a conocer autores y géneros no tan populares entre el gran público, o para los autores que no tienen acceso al mercado.

Esta ha sido sólo la primera acción de Musas Anónimas ya que prevén más actividades proximamente. Y yo me alegro de poder volver a participar. En mi publiación del día 31 de mayo os dejé mi pequeña participación:  La otra orilla, basada en la biografía del músico y cantante Tatico Enrique.

Vídeo #enarbolARTE

domingo, 31 de mayo de 2015

La otra orilla



La primera vez que lo oí, pensé que alguien había entrado en casa. Cuando él abrió la puerta, la brisa reavivó las casi extintas llamas del fogón raptándome el aliento. La luz del atardecer resbalaba sobre las paredes interiores de la casa revelándome su sombra infantil y lívida saltando desde las alturas del armario. Estaba claro: había un intruso en casa. El acordeón, antes quejumbroso, ahora liberaba unos acordes que nunca habría entonado. Una nota sucedía a la siguiente, improvisando melodías tan vivas como nuevas.

Entonces lo vi. Un niño sentado sobre la silla de caña pegada a la puerta, con la mirada perdida en el mar. Sus dedos repiqueteantes volaban al ras del teclado y la botonera, el fuelle iba y venía soltando su aliento alegre bailando abrazado a quien lo tocaba.

Quise hablarle y disuadirlo de su idea y que devolviera el instrumento al lugar de donde lo había cogido antes de que el taita llegara. Pero su mirada seguía fija en el movimiento de las aguas y no me atreví a moverme siquiera.

Sus pies lo llevaron hasta la playa. Por los movimientos de sus brazos, pequeños pero decididos y el murmullo entrecortado de las notas, intuí que su música aprendía el ritmo del vaivén de la espuma del mar, que con un blanco sonriente se deshacía a sus pies en besos salados.

Visto desde lejos, parecía un ser ajeno a este lugar que al moverse dejaba detrás suyo el celaje de un astro que cruza distraído las constelaciones.

Tan absorta estaba en la contemplación de aquella escena que no oí cuando el taita entró en la casa. Cuando quise explicarle cómo su acordeón había terminado sobre el pecho del niño, él acalló mis argumentos suplicando que lo dejara escuchar.

El taita sonreía al oír la música.

El niño también.

Muchos años después me contaron que, cuando iba a las fiestas con los muchachos, atravesaba los cacaotales que bordeaban la otra orilla de la playa. Montado sobre la mula de el taita, aparejada con mantos de encaje e iluminando la noche con brasas de pan. Y que si al acordeón se le escapaba algún susurro asmático, miles y miles de animitas[1] abandonaban el sueño de chocolate de los árboles para seguirlo, formando una capa de luz flotante que se desmelenaba ondeando como la marea tras su paso.

Hay días en los que desde esta puerta miro como cae el sol sobre el mar.

Y bailo.