domingo, 31 de mayo de 2015

La otra orilla



La primera vez que lo oí, pensé que alguien había entrado en casa. Cuando él abrió la puerta, la brisa reavivó las casi extintas llamas del fogón raptándome el aliento. La luz del atardecer resbalaba sobre las paredes interiores de la casa revelándome su sombra infantil y lívida saltando desde las alturas del armario. Estaba claro: había un intruso en casa. El acordeón, antes quejumbroso, ahora liberaba unos acordes que nunca habría entonado. Una nota sucedía a la siguiente, improvisando melodías tan vivas como nuevas.

Entonces lo vi. Un niño sentado sobre la silla de caña pegada a la puerta, con la mirada perdida en el mar. Sus dedos repiqueteantes volaban al ras del teclado y la botonera, el fuelle iba y venía soltando su aliento alegre bailando abrazado a quien lo tocaba.

Quise hablarle y disuadirlo de su idea y que devolviera el instrumento al lugar de donde lo había cogido antes de que el taita llegara. Pero su mirada seguía fija en el movimiento de las aguas y no me atreví a moverme siquiera.

Sus pies lo llevaron hasta la playa. Por los movimientos de sus brazos, pequeños pero decididos y el murmullo entrecortado de las notas, intuí que su música aprendía el ritmo del vaivén de la espuma del mar, que con un blanco sonriente se deshacía a sus pies en besos salados.

Visto desde lejos, parecía un ser ajeno a este lugar que al moverse dejaba detrás suyo el celaje de un astro que cruza distraído las constelaciones.

Tan absorta estaba en la contemplación de aquella escena que no oí cuando el taita entró en la casa. Cuando quise explicarle cómo su acordeón había terminado sobre el pecho del niño, él acalló mis argumentos suplicando que lo dejara escuchar.

El taita sonreía al oír la música.

El niño también.

Muchos años después me contaron que, cuando iba a las fiestas con los muchachos, atravesaba los cacaotales que bordeaban la otra orilla de la playa. Montado sobre la mula de el taita, aparejada con mantos de encaje e iluminando la noche con brasas de pan. Y que si al acordeón se le escapaba algún susurro asmático, miles y miles de animitas[1] abandonaban el sueño de chocolate de los árboles para seguirlo, formando una capa de luz flotante que se desmelenaba ondeando como la marea tras su paso.

Hay días en los que desde esta puerta miro como cae el sol sobre el mar.

Y bailo.