domingo, 8 de mayo de 2011

Mantener al alcance de las manos



Abrió de par en par la escalera y la colocó firme en el centro de la  terraza. Era la parte más alta en su vivienda.  Más alta que la misma azotea. En un cuenco azul terciopelo puso agua templada para que sólo titilaran de alegría, nunca de frío. Abrió el frasco de ilusiones y dejó caer sólo un chorrito. Estaba seguro que así brillarían aún más. También llevó consigo un paño blanco: “preferiblemente suave y limpio” según le habían aconsejado los expertos. Sopló ligeramente las nubes más cercanas y, con cuidado de no sacarlos de sus órbitas, apartó los planetas que bailaban en su constelación. En ese momento extendió los brazos y vio que no las podía alcanzar.
Bajó las escaleras y entró al salón. Puso música lenta a muy bajo volumen. Sabía que así las haría acercarse buscando el arrullo de aquel delicioso rumor. Las observó acercarse curiosas, embelesadas. Sigilosamente volvió a subir cada peldaño de la escalera, tarareando la canción.  Extendió los brazos y comprobó que no las podía alcanzar.
Descendió los peldaños un poco nervioso. Corrió al mercado y compró todas las rosas blancas que tenía la marchanta.  Volvió a casa y las puso en un jarrón. Lo tomó con cuidado con sus dos manos y despacio, muy despacio, escaló hasta el punto más alto.  Allí las dejó pensando que se acercarían a olerlas. Esperó. Le pareció ver que venían despacio, ciegas de inspiración a comprobar su perfume. Extendió los brazos  y supo que no las podría tocar. Perdió las esperanzas.
Descontó cada uno de los escalones hasta sentir el suelo en las plantas de sus pies. Apagó las luces del salón.  Se quedó a oscuras  y pensó que eran hermosas dentro de su atlas, que él no tenía derecho de alterar su orden de espacio y tiempo.  A tientas volvió a subir a lo más alto de su escalera y allí se sentó a contemplarlas. A veces le gustaba mirarlas a hurtadillas mientras se ponían el camisón para irse a dormir.
Una de ellas lo pilló en su descarada tarea. Esperó hasta verlo rendirse al sueño. Entonces se le acercó, le susurró al oído su estela de luz y lo abrazó. Él, soñoliento, aprovechó el fulgor de la invitada y tomó el paño blanco y suave de su cuenco de ilusiones y  lo pasó por la espalda de la estrella, una y otra vez, mientras bailaba con ella un compás lento y apretujado. La oía divertirse como una niña traviesa a la que le hacían cosquillas.
Minutos después separó su vista del hombro de su estrella para comprobar frente a él una larga hilera de seres brillantes, celestes y violetas, que esperaban impacientes su turno para poder irse a sus camitas limpias y relucientes aquella noche.


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