Llegamos de puntillas para no despertarle. Temíamos que estuviese enfadado porque este año no lo pudimos visitar cuando todos se apresuraron a invadir su territorio, Y ¡Por fin las olas! ¡Por fin la brisa! ¡Por fin el mar! Lo vimos bailar al compás de las canciones que le cantamos. Lo vimos vestido de azul para estar a juego con el cielo. Y llevaba cintas blancas en las orillas de su traje para recordarnos que pronto se convertiría en nube.
El mar, de cielo y de agua. Bravío de tanta alegría, meciendo a sus visitantes que se atreven a adentrarse en él desafiando el otoño. Porque el mar no tiene día especial para recibirte con los brazos abiertos, para susurrarte al oído sus secretos, sus historias y robarte las tuyas en un soplido.
El mar es así, amplio, divertido, discreto, silencioso, cada segundo renovado. Borra tus pasos con su paso. Estás allí, con él pero no le puedes obligar a conservar tus huellas. El mar quiere ser vida y es vida, por eso te acuna. En un santiamén es capaz de ser alboroto y silencio. Cava un hueco en tus sensaciones para apoderarse de ti. El mar es brujo, te absorbe la mirada y te roba el tiempo en su horizonte.
Noor y yo nos fuimos de puntillas y sin mirar atrás para que no insistiera en quedarnos. El mar es viajero y las dos sabemos que estas mismas olas, estas mismas aguas, esta brisa que nos purifica y da sal a nuestras vida, nos recibirán en cualquier lugar del mundo. Porque el mundo es su casa y al él volveremos allí donde estemos.
Qué bonito, me ha gustado mucho!
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