domingo, 28 de agosto de 2011

Gólgota



Era ferviente devota. Asistía puntual todos los días, a misa de 6 de la mañana y de 6 de la tarde. Un día, después de terminar su trabajo, decidió llevarme con ella.

Con paso apresurado atravesamos el solar que separaba la casita rosada de la catedral y llegamos justo antes de que iniciaran los cánticos de entrada. Nos sentamos en una de las filas laterales y aunque allí estuve creo que de poco, muy poco me enteré. Recuerdo que un señor con vestimentas color beige decía cosas que retumbaban en mi oído. Más un eco que palabras inteligibles. Mientras tanto, miraba las estatuas de yeso colocadas en el fondo, con verdadero espanto. Qué colores tan puros, tan planos y qué expresiones de sufrimiento con esas cruces a cuesta... ¿Por qué? ¿Para qué?

Volví mi cara para preguntarle algo y noté que ahora estaba sola en mi banco. Ella, mi acompañante, se había unido a una larga fila que avanzaba hasta el señor del ropaje claro y éste les daba algo de comer. Cuando regresó a mi lado le pregunté:

- María ¿qué le han dado?

- El Cuerpo y la Sangre de Cristo - me respondió con aliento místico a la vez que la luz del atardecer le iluminaba la mirada.

Acto seguido se arrodilló, agachó la cabeza y la oí murmurar un cuchicheo. Yo, mientras tanto, seguía sin entender. Me quedé mirándola con el entrecejo fruncido y con la boca entreabierta esperando más detalles. 

Miré al Cristo en el altar, cabizbajo, avergonzado y crucificado una vez más y me dije a mí misma "Pues a mí me huele a vino".

Cuando una tiene cuatro años, muchas evidencias necesitan ser explicadas. Cuando una tiene 36, también.

No hay comentarios:

Publicar un comentario